Para Ariel, el amigo que fue
Por Francisco Pucheta
González
Luces esplendorosamente bien detrás del cristal que te separa de los
vivos.
Tu caja mortuoria marca el principio y el final de una vida azarosa,
plena de aventuras satisfechas y de lecturas envidiablemente escogidas: de los
clásicos al modernismo tolerante.
Los versos de Rubén Darío y José
Martí influenciaron mucho sobre ti siendo apenas un púber. Fue envidiable tu
retentiva y prodigiosa tu memoria para discernir las obras maestras de los
grandes pensadores de todos los tiempos.
Tu frescura de lenguaje gustó a más de una doncella que se prendió de
las voces de cada soneto hábilmente estructurado por tu gran sensibilidad de
poeta consagrado y contumaz con la pluma.
No me agradan tus ojos dormidos que en vida me recordaban el verdor del mar
azotando en el farallón de una zona perdida del litoral de las fantasías, tengo que admitirlo, ni el enmudecimiento de
tu voz frente al recital de poemas que solíamos tejer juntos para compartirlo
con nuestras bellas mujeres que se atrevieron a ser miel y musa de dos
aventureros de la palabra escrita.
En contraste, creo que con tu
muerte prematura alcanzas la gloria y la grandeza de un sabio que supo
compartir en vida la belleza cerebral que los dioses solamente conceden a los afortunados
elegidos como tú.
Créeme sinceramente, querido amigo, que tu tramonto de la vida terrenal
al infinito me duele mucho en el alma, pero a la vez, ¡Cuánto te envidio!.
(En las pompas fúnebres de algún lugar del noreste de México, enero de 2016)
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